Por Eduardo Giordano (Director de Ediciones Voces y Culturas, Barcelona, España.)
¿De qué forma afecta a la socialización de los jóvenes el uso de la tecnología interactiva que hoy se promociona como panacea de la llamada sociedad de la información? ¿Es sólo una fuente más de información, o, por el contrario, constituye toda una forma de vida al menos en algunos casos? Vivir compulsivamente conectados a Internet, al mando a distancia, a los videojuegos, ¿multiplica las interacciones sociales o bien contribuye a diseminar las patologías del aislamiento y de la soledad características de la normalidad que impone nuestro sistema productivo?(Fromm).
Algunos autores advierten que el uso compulsivo de los nuevos medios tecnológicos podría dar lugar al «yo interactivo» (videoadicto).
«Estas personas han perdido las identificaciones básicas de su vida psíquica, e intentan sustituir este vacío con las imágenes y las figuras de la pantalla. El yo interactivo obtiene de la computadora y del televisor frágiles identificaciones restitutivas de ese agujero interior [...]. Las imágenes telemáticas, Internet y los videojuegos cumplirían para los caracteres binarios y los videoadictos la función de apuntalar este marcado deterioro de su identidad» (Romano, 2000).
Los poseedores de ese yo interactivo según Romano son personas que hacen un esfuerzo de sobre adaptación al entorno, que carecen de vínculos genuinos con los demás, a quienes en el fondo desdeñan, que consideran que el tiempo es oro, y que se atrincheran en una creciente inercia emocional.
La práctica del zapping, junto con las redes telemáticas, los canales de televisión por cable y los locales de videojuegos, estarían abriendo paso a otra clase de yo, que interactúa en términos de relaciones de proximidad, de velocidad, de sucesión y de fugacidad.
Los videojuegos ya no son un novedoso accesorio de la cultura de masas, como se los podía considerar una década atrás, pues en los últimos años se han convertido en una de las principales fuentes de ingreso de las industrias culturales y del entretenimiento. Un videojuego por demás polémico lanzado para la consola Play Station 2, el San Andreas (GTA), consiguió hace poco mayor recaudación que todos sus predecesores, superando incluso las cifras de las producciones cinematográficas y discográficas de más éxito en un período muy breve (campaña de Navidad). En sólo dos meses (noviembre y diciembre de 2004) se vendieron en todo el mundo 32 millones de ejemplares (medio millón en España).
Hace ya algunos años el ritmo de crecimiento de este negocio lúdico ha llevado a la principal multinacional de software del mundo, Microsoft, a producir su propia consola de videojuegos para entrar con mayor fuerza en la competencia internacional por este segmento del sector del entretenimiento. Otras compañías informáticas, entre las que destaca Apple, han dado distintos pasos en la producción de equipos y en la distribución de contenidos de la industria musical o de diferentes productos multimedia. Los proveedores tradicionales de productos informáticos han comprendido que la forma más eficaz de remontar el estancamiento en las ventas de sus artículos consiste en redirigir la estrategia de mercado para captar a los jóvenes consumidores de la cultura de masas en sus más variados formatos, al igual que ocurre con el nuevo salto de la telefonía hacia la integración de los equipamientos móviles con la red interactiva y con la grabación y transmisión de imágenes.
Casi todos los videojuegos recurren a la violencia como principal argumento de las interacciones entre el jugador y la máquina. Este es el caso del ejemplo que ya comentamos, pero también el de la totalidad de sus predecesores más exitosos. Otros juegos también tienen implicaciones políticas, como es el caso de Counter Strike (juego de acción on-line de policías contra terroristas)
Se han hechos varios estudios sobre la violencia de los videojuegos. Todas las investigaciones ponen de manifiesto las limitaciones de los llamados códigos de autorregulación de la propia industria, tales como el denominado código PEGI (Información Paneuropea sobre Juegos), adoptado por las asociaciones patronales del sector de muchos países del área para calificar las edades para las que son aptos los videojuegos. De esta forma, la industria se anticipa –y espera encontrar una escapatoria- a una ulterior calificación de los ministerios de cultura o de otras posibles entidades reguladoras. Además, la calificación a través de estos códigos nunca se cumple en la práctica, ya que no hay mecanismos para impedir la difusión de videojuegos de desarrollo violento y/o sexista entre los niños y adolescentes, ni en los puntos de venta de los productos, ni a través de Internet. En las franjas de edad más temprana se da el agravante del desconocimiento general de los padres sobre el contenido y la orientación de los juegos.
El recurso sistemático a la violencia y a diversas formas de degradación del comportamiento humano como patrón de conducta habitual de los protagonistas de los más exitosos videojuegos plantea un problema sociocultural que trasciende el mundo educativo.
La llamada alfabetización electrónica se vértebra hoy en torno a las posibilidades del hipertexto. La tecnología informática permite acceder a una biblioteca ilimitada de textos, de imágenes, de animaciones, de sonidos, de diagramas, de ilustraciones y de otros tipos de datos, que, en conjunto, componen un registro inexplorado de fuentes sobre cualquier tema. Con un enfoque quizás algo idealista, a veces se pone énfasis en la capacidad del lector para armar sus propios recorridos de lectura, y de organizar así una metanarrativa intertextual capaz de generar «significaciones diferentes para cada lectura posible» (Rodríguez Illera, 2004). Tal vez esto sea así en el caso de los lectores y de los navegadores más avisados, pero no puede considerarse un camino fácil para los recién llegados a Internet y a las nuevas tecnologías de la información, ni para los niños mientras aún carecen de las más elementales referencias culturales.



No hay comentarios:
Publicar un comentario